Qué extraño es esto del amor, del dinero y de la edad. Siempre lo he creído y lo he vivido. No hay nada que cambie tanto a una persona como estas tres cosas. El amor te atrapa sin previo aviso y luego te suaviza un poco, te hace vivir en una burbuja de felicidad que no da tregua a la amargura ni a la tristeza. Al menos por cuanto dure.
El dinero te vuelve arrogante en diferentes medidas. A algunos les choca más y a otros menos. Pero te cambia dándote una felicidad momentánea o permanente. Es válido.
Y finalmente la edad. Si, la edad también nos cambia. Nos hace más sabios. Algunos maduran más que otros y algunos asumimos el proceso de crecimiento con cuidado y poco a poco vamos aceptando que tal vez ya no memorizamos las cosas tan fáciles como antes o que antes hacíamos miles de cosas sin cansarnos y sin pensarlo dos veces. El impulso y la espontaneidad han dado paso al análisis y a la toma de decisiones que no solo nos considera a nosotros mismos sino también a los que forman parte de nuestras vidas. A cierta edad nos vemos rodeados o de hijos o de parejas y entonces cualquier decisión debe incluirlos también. Es parte de la madurez y del cambio que éste implica.
Sin embargo, y a pesar del amor, del dinero y de la edad hay cosas que se mantienen todavía, se transforman pero en esencia siguen siendo las mismas. La sonrisa por ejemplo. Hemos escuchado tantas veces decir que mantenemos la misma sonrisa, el mismo espíritu emprendedor, que seguimos siendo tercos, somos perseverantes o que debemos cambiar si vamos madurando porque ese comportamiento ya no es de nuestra edad. Hemos escuchado tanto sobre lo que no hemos cambiado o que debemos cambiar.
Estoy reflexionando un poco ahora que este año cumplo 40. He cambiado mucho y no he cambiado nada. Y soy feliz con mis cambios y mis cosas de siempre. Me he enamorado miles de veces porque creo que es el estado más bonito: el de enamorarse y re-enamorarse y si es de la misma persona pues mucho mejor. Y si, amo también, pero eso es más profundo y complicado, y ha confirmado lo que he pensado por casi toda mi vida. Me he suavizado, lo que antes no me gustaba en absoluto (algunas cosas claro, y no todas) empiezo a tolerarlas y a verles el lado bueno. Ahora, por ejemplo, me empiezan a gustar las flores y empiezo a gustar de la compañía de algunos niños. (Esto todavía es materia de un análisis más profundo) Y se lo debo claro al amor y a la edad en este caso.
Mi amiga Tony me dio la bienvenida al club de los 40, cuando todavía falta un poco para mi cumpleaños y debo confesar que corriendo fui al espejo para comprobar que sigo mirando a la chiquilla de siempre con las mismas ilusiones y con la misma sonrisa, la misma sensibilidad y llorona ante las injusticias. Con algunos signos de la madurez claro pero con la mirada esperanzadora de siempre. El reflejo me hizo pensar en todo y como si fuera una película que ves antes de morir vi mi vida en fragmentos y recordé mi fiesta de 15 años, el baile con mi abuelo y mi adorado tío, ambos ahora en la quinta dimensión. El espejo me dio tres imagenes en close-up: mi rostro, mis actitudes y mis sueños. Sigo siendo la misma y soy diferente también. Y me gusto mucho, aunque a veces tenga que renegar con el cabello que tiene vida propia y no se queda de la forma que lo peino, o con esos estúpidos granitos que no sé por qué a mi edad todavía brotan a veces en mi rostro.
Me sigo gustando a mis prontos 40 años y puedo decir que soy una persona feliz y que mi felicidad no depende de nadie, afortunadamente.
Autora: Karina Miñano Peña