conejoDurante la semana pasada y en lo que va de esta la lluvia me ha obligado a ir en bus a mi trabajo. La misma línea de bus, la misma ruta y por lo tanto la misma parada. A pocos metros del edificio en donde trabajo yacía un conejito cruelmente asesinado. Tal vez fue un auto, o una moto, o un escúter (sí, la palabra existe)  o una bicicleta, o tal vez fueron los cuervos que estaban posados a su alrededor, o tal vez fueron las ratas esquivas, silenciosas, nocturnas que viven debajo del suelo que pisamos. Sinceramente no creo que los cuervos y mucho menos que las ratas se hayan organizado para asesinar a ese pequeño conejito para su propio deleite. No lo sé, lo que sí sé es que su cuerpo estaba allí tirado en la vereda. Su pelaje lanudo, pardo plomizo, mojado por la lluvia lucía todavía fresco, tenía los ojos abiertos mirando a la nada. La gente que caminaba rápidamente bajo esa lluvia holandesa pasaba por su lado sin detenerse a recoger su cuerpo o para ponerlo al lado del césped. Nadie, ni siquiera yo que también camino rápido cuando llueve.

He viajado en bus tres veces la semana pasada y las tres veces he visto el cuerpo inerte del conejito en la vereda. La segunda vez ya no era un conejito, era una cosa peluda y opaca tirada sobre el pavimento, abierta por el vientre en el que se le podía ver sangre seca y oscura. Y los cuervos siempre alrededor, cautelosos al ver pasar a la gente que camina rápido bajo la lluvia.

La tercera vez pasé muy rápido. Sabía que me iba aproximando a él tirado en ese suelo tan limpio, tan claro, cómo no notarlo. Y hoy, la cuarta vez que lo veo, me molesta. Me molesta mi actitud. Me detuve a contemplar ese cuerpo que ya no es un cuerpo. Ahora es solo un cascaron que me dice que alguna vez fue un conejo. Los cuervos ya no están a su lado. Ya se saciaron en esa fiesta que debió ser para ellos abrir a picotazos a un conejo muerto. Las orejas y las patas fueron lo único que dejaron. Los ojos ya no están, los órganos ya no están, y ya no está el conejo.

Y recordé. Recordé la alegría que esos conejitos que viven cerca de mi oficina me dan cuando los veo. Recordé que en más de una ocasión detuve mi bici para verlos correr hacia el césped y esconderse entre los arbustos. A veces veía uno, a veces veía más. Cuántas veces mi corazón se detuvo al verlos cruzar esa vía monstruosa, asesina y peligrosa que es Transformatorweg. Es verdad, ellos no cruzan cuando hay tráfico, solo lo hacen cuando éste desacelera al final de la tarde o cuando la pista parece desierta y vacía. Y es que la mayoría de esos conejitos que viven en Transformatorweg tienen hábitos nocturnos y salen a pasear cuando aparentemente nadie los ve. Sin embargo, hay conejitos aventureros, que desafían al día con sus humanos y sus costumbres. Cuántas veces me he parado en frente de la pista solo para protegerlos de algún conductor despistado.

Recordé que he visto las colitas y las orejas sobresalir de los arbustos. Esos conejitos viven en la ciudad pero no son domésticos. Viven en la calle pero no son salvajes, esos conejitos que son conejos de ciudad conviven con nosotros y nosotros más de una vez nos hemos enternecido con ellos, los hemos protegido y los hemos alimentado.

¿Quién fue ese conejito que yacía muerto en una de las calles de Transformatorweg?, ¿quién fue ese conejo que no tiene cuerpo ya porque ha sido devorado por los carroñeros de turno? Es la naturaleza, dirían algunos y me recordarían que no tengo derecho a intervenir. ¿Fue tal vez el conejito que alguna vez protegí o fue tal vez el conejito que se comió la zanahoria que alguna vez deje en la entrada de alguna madriguera?

Ahora ya no está, ya no existe. Nadie ha movido su cuerpo vacío. Nadie ha movido ese cuero cubierto de pelaje. Nadie, hasta ahora. Me detengo a su lado. Tengo la intención de moverlo hacia un lado de la vereda y colocarlo al lado del césped para que el proceso biológico haga su tarea o hasta que algún trabajador de limpieza lo recoja. Pensé en moverlo con mi pie. Pensé en moverlo con la mano. El conejito ya no está y el cascarón es lo único que queda. Busco algo con que moverlo pero no veo nada apropiado. Alguien viene con un paraguas. Lo conozco. Lo detengo y le digo que quiero mover ese otrora cuerpo. Y me dice usa una de esa piedras señalando a una esquina. Y eso hago. Cuando movía ese cuerpo recordé la primera vez que lo vi la semana pasada. Todavía estaba allí. Todavía tenía ojos. Qué peligrosa es la ciudad para un conejito. Qué desinteresados somos ante los seres que conviven con nosotros. Qué poca pena sentimos hacía esos seres considerados inferiores. Y es que en estos tiempos cuando buscamos la forma de alargar la juventud y hacernos más longevos la muerte se presenta otra vez como un intruso que es mejor obviar.

Es verdad que los conejos han sobrevivido a las extinciones, que aunque cientos de ellos fueran asesinados cada año, no sería suficiente para que se extinguieran. Que gracias a su rápida reproducción los conejos viven y sobreviven a los tiempos. Que luchan por ser libres y vivir sin ser domesticados. Ellos existen para mantener un equilibrio incluso en esta ciudad congestionada de edificios que cada vez construye más. Una ciudad que destruye y aniquila las madrigueras, hogares de conejos ubicados debajo de arbustos y árboles que luego serán removidos para construir más y más edificios. Los conejos están en todos lados en Amsterdam, son parte de esa naturaleza gris en la que vivo. A veces los recuerdo y me acongoja saber que puedan ser asesinados por esos venenos que la gente pone contra las ratas, o por esas grúas enormes que usan las constructoras, o por algún coche, escúter o bicicleta porque al vivir en la ciudad los zorros, la comadreja, el águila, el mapache o el coyote ya no son sus depredadores naturales. Ahora su mayor peligro son los humanos con quienes conviven en la misma ciudad.


Autora: Karina Miñano Peña

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