El bus que me lleva a la oficina me sofoca. Me sofoca su público, gente con ropa que huele a sudor. Me sofoca la mujer que está sentada a mi lado, lleva una chaqueta que sin duda alguna se ha secado en el interior de su casa, al lado del radiador y sin aire fresco que la ventile.
Me sofoca la gente que sube al bus al mismo tiempo que tira sus puchos de cigarros a la calle. No se dan cuenta del olor. El hombre sentado frente a mi es uno de ellos. Tiene un olor raro y feo, es la mezcla de algún perfume barato y del cigarro que acaba de botar. Y se hace feo también ante mis ojos. Es desagradable e indeseable.
Para distraerme, intento leer mi pequeño libro durante los próximos 40 minutos. Pero el calor no me deja concentrar. Es un calor raro, que viene y va. No puedo leer mientras el calor sube mi temperatura. Mis manos empiezan a sudar y no me gusta. Es un claro aviso de que mi presión ha subido y de que la falta de ventilación en un bus lleno de gente me está enfermando.
Leo un párrafo y tengo que parar. No hay forma. Respiro e intento pensar en otra cosa mientras miro por la ventana. Recuerdo lo que me pasó hace años en un bus de Nieuwegein a la central estación de Utrecht, me desmayé por el mismo motivo. Esa falta de ventilación en los buses me hace sentir náuseas, las mismas que se incrementan cuando al final de la tarde todos regresan a sus casas con los olores intensificados. Además, en esta época, todos parecen estar resfriados o parecen sufrir de alguna alergia y también parecen no conocer los pañuelos de papel.
En Amsterdam mucha gente absorbe los mocos cada vez que le van a chorrear de la nariz. No les importa en absoluto la convivencia con los demás. Absorben sus mocos, al mismo tiempo que huelen a cigarro y a sudor. Y el bus se sofoca. Me sofoca.
Autora: Karina Miñano Peña
(©2019. Karina Miñano Peña)
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