Foto: Sandy_Maya

Las noches de otoño en el centro de Ámsterdam no suelen ser tan frías como se cree. El ambiente está rodeado de una atmósfera caliente producto del humo de los cigarros, del alcohol y de la pasión. Sobre todo en el barrio rojo. Llegué hasta aquel lugar que a simple vista parece una discoteca escondida entre las callejuelas del barrio más famoso de la capital holandesa. Sobre la puerta colgaba una bandera con franjas horizontales negras y azules que no se ve durante el día. Había pasado tantas veces por ese lugar decidida a ingresar y a ser testigo de lo que allí sucedía, pero una vez en la puerta me acobardaba, desistía y pasaba de largo, cabizbaja.

Hasta que finalmente una noche de viernes la curiosidad superó todo pudor. Tomé aire, me di ánimos en silencio y caminé con seguridad hacia el portero que ya me miraba intrigado. Un sonido tímido salió de mi boca, que el conserje entendió muy bien, pero en su malicia me hizo repetir.

— Quiero entrar — volví a decir.

El hombre hinchado de poder, tan alto y fornido, me miró de pies a cabeza y sonrió con ironía.

—Aquí se entra y se sale de a dos: dos hombres o dos mujeres y no mixtos. Párate al frente, justo debajo de la cornisa de la esquina. Si alguien llega sola podrán entrar juntas.

Parada en esa esquina me sentí agradablemente puta mientras miraba a las parejas entrar y salir de aquel lugar. Pensé, por un momento, que el portero se estaba divirtiendo conmigo. «Maldita curiosidad» pensé, pero no podía evitarlo. Tenía que entrar. Nadie me obligada a nada, no tendría que aceptar ninguna proposición ni intercambiar saliva con alguna. Solo quería comprobar lo que alguna vez escuché decir a un guía: “Esa bandera sobre la puerta de ese garage significa sadomasoquismo. En el segundo piso todo es negro, solo suben los valientes». Recordó su risa nerviosa. «Hay cuerpos que se mueven de formas extrañas, muchos juguetes, cada uno más peligroso que el otro. Hay látigos, argollas, puños, paletas, cuerdas, pinzas, mordazas, vaselina a por doquier. En ese lugar no hay limitaciones, todo está permitido“. ¿Cómo lo sabe?, me pregunté.

Eran casi las dos de la madrugada. Un par de faroles iluminaba la calle. Llovía, como suele llover en noviembre y algunos turistas me dijeron algo que preferí no comprender. De la nada y a través del aguacero, apareció un hombre alto, con un sobretodo largo que caminaba hacia mí. Tenía la tez tan clara que sus ojos y cejas parecían dibujos sobre fondo blanco, fumaba y me escudriñaba. Eso me puso muy nerviosa. Sus pasos eran rápidos y parecían marcar la vereda con la fuerza de sus pisadas. El sonido de la lluvia dio paso a los latidos impacientes de mi corazón. Cuando llegó a mi esquina, se detuvo a mi lado, no me miró nunca más y yo pude vaciar mis pulmones. La puerta del local se volvió a abrir para dejar escapar a dos hombres vestidos de negro, color que hacía juego con el de sus pieles. Caminaban abrazados. A los dos pasos se detuvieron, se miraron, se acariciaron la espalda, uno introdujo la mano en la parte delantera del pantalón del otro, se besaron con fuerza, con rapidez, con desesperación, con una pasión descarada mientras yo los envidiaba desde mi esquina. En eso, un susurro al oído me hizo saltar de sorpresa. Una voz familiar preguntaba:

— ¿Entramos juntas?

Al voltear, una cara conocida. La sorpresa y vergüenza en un instante. No dije no, tampoco dije si…

Autora: Karina Miñano Peña

(©2019. Karina Miñano Peña)


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