
Sus ojos estaban vidriosos. Me di cuenta cuando me colocaba un letrero. De ellos brotaban lágrimas que se ensuciaban al resbalar por su rostro reseco. Colocó un pedazo de cartón en el suelo para que yo me parase allí. Me acariciaba con esas manos ahora ásperas y me colocó en el cuello la correa.
Qué lejos están los días cuando su mirada irradiaba luz y en su boca se podían ver todos sus dientes. Ahora, los pocos que quedan están amarillos. Ya no sonríe. Extraño el cojín donde me acomodaba a su lado. Hemos caminado tanto últimamente; el frío entra en los huesos. La comida no es la misma y a veces no hay nada en el plato, pero estar a su lado es para mi lo más importante. Me abraza y me dice que soy un buen chico y que me quiere. Se levanta y se va, intento seguirlo y es entonces que noto que la correa está atada a un poste. Le llamo como siempre lo hago y él se aleja apurado y encogido. Quiero ver qué dice el letrero pero no puedo sacarlo de mi cuello.
Las horas han pasado, hace frío. Algunas personas me acarician, algunas ponen comida frente a mi. Miro hacia la esquina y allí lo veo parado. Se esconde otra vez. Le vuelvo a llamar, esta vez más fuerte, pero ya no está. De pronto una mano se acerca, huele bien. Es muy suave y me acaricia la cabeza. Coge el letrero y lo lee en voz alta: es un buen chico. Desata la correa del poste y me jala para caminar a su lado. Me vuelve a acariciar, se agacha, me mira a los ojos y me dice: yo te voy a cuidar. Camino detrás de ella. Volteo por última vez y allí está mirándome y diciéndome adiós con la mano.
Autora: Karina Miñano Peña
(©2020. Karina Miñano Peña)