Sus ojos me hechizaron. No podía negarme a bailar con él. Como yo nadie baila, toma mi mano, te enseñaré los pasos para que me sigas, alardeó orgulloso. Una sonrisa contrajo mis mejillas. Me sentí tan ligera con él. Bailé feliz y me dejé llevar por su ritmo, tan coqueto, tan audaz, tan dulce.

Después de muchas canciones, ya sabía cuando ir a la izquierda o a la derecha, cuando girar, soltar o tomar su mano. Me di cuenta de que algo estaba cambiando en mí. De pronto mi cuerpo no quiso responder más. Me quedé parada en medio de la sala mientras los demás se movían con soltura. Él, aturdido, me jalaba tiernamente del brazo y me incitaba a continuar con el baile. Tardé varias canciones más en comprender lo que me pasaba.

Me armé de valor y le propuse ser yo quien lo guiara bailando. Mas no solamente se ofuscó, sino que con voz grave aseveró que no era una labor para mí. Que nadie de su familia había cambiado de rol, que no sería él el primero. Nerviosa, sonreí de nuevo a la vez que él caminaba de izquierda a derecha, con el entrecejo fruncido y la mirada en el piso.

La gente bailaba a mi alrededor. ¡Ojos acusadores! Algunas se volvían y me decían que no lo dejara ir, que debía seguirle el ritmo, que ese era nuestro destino. Otras me alentaban con timidez. Advertí que él se alejaba. Mi corazón se aceleró. No quería perderlo. Una de ellas, tal vez la más vieja, notó mi angustia y me exigió ser perseverante, dar el ejemplo. Tomé aire sin moverme de donde estaba. De repente, él se giró y clavó sus ojos en los míos. “Tal vez podamos bailar separados”, pensé. Sentí todas las miradas sobre mi nuca, pero no retrocedí, tampoco avancé a su lado. Eso sí, no dejé de sonreírle. Se acercó despacio. Cuando estaba frente a mí, levanté la mano y entonces con miedo, él colocó la suya sobre la mía.

Bailamos a un ritmo nuevo, tropezamos algunas veces y hasta nos caímos más de una vez. Pero nos levantamos. Luego de un par de canciones me paré en seco. Nuevamente todas las miradas sobre los dos. Le confesé que no quería ser yo la que siempre llevara el baile. Me regaló una caricia en el rostro y desde ese momento alternamos canciones. Bailamos cada vez más alegres. Y nos sorprendemos de los nuevos pasos que se nos ocurren y que con la práctica se nos han hecho fáciles de seguir.

Nos hemos vuelto más creativos. Y él sonríe con todos los dientes cada vez que extiendo mi mano y lo invito a bailar.


Autora: Karina Miñano Peña

(©2020. Karina Miñano Peña)

Foto: Preillumination SeTH

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