
Escogí un asiento a la ventana y me acomodé lo mejor que pude en el desierto vagón. Quise leer y no pude concentrarme. El suave movimiento del tren me arrullaba, mientras yo luchaba para no caer dormida. En eso, un sollozo desesperado me alertó, venía de otro vagón. Me coloqué los auriculares y subí el volumen, pero el llanto, aunque distante, traspasó la música. Luego, caí en la cuenta de que el tren no se había detenido a recoger a más pasajeros.
Miré por la ventana y todo estaba oscuro. En el reflejo solo veía mi figura. Fui al vagón de adelante. Estaba vacío. Caminé a través de él y me fijé en que había un abrigo en uno de los asientos. “Se parece mucho al mío”, pensé. Al no ver a nadie di media vuelta, llegué a mi asiento y noté que mi abrigo estaba en la misma posición que el del otro vagón. Entonces, me dirigí hacia el otro extremo, al vagón de atrás, con los profundos sollozos todavía en mis oídos. Vacío. Avancé un poco y vi un abrigo igual al mío sobre uno de los asientos a la ventana, y en la misma posición. Lo coloqué de otra forma y regresé a mi sitio. Allí estaba, tal como lo acababa de dejar en el vagón anterior. Miré por la ventana, vi mi reflejo, pero no estaba sola.
Autora: Karina Miñano Peña
(©2020. Karina Miñano Peña)
Foto: Stephan Barkman
Por cosas así prefiero el autobús.