Aprieta la mano de su hijo, tanto que el niño llora y se deja arrastrar mientras ella corre y desgarrada grita un nombre. En la otra mano lleva el teléfono móvil. Nunca se desprende de él. Los pulmones parecen salir de su cuerpo al aullar de nuevo. Pero las olas que revientan en la orilla, el murmullo de la alegría y el sol que quema braman más fuerte que ella.

Cuando ya no puede más, la ayuda llega a su lado. No tiene voz. Se ahoga con su saliva. El niño mira a su madre, a los hombres de azul, al suelo; le duele la mano. Ella hace un esfuerzo y vocifera el nombre de su hija. Va de rosado por este mundo con apenas tres años a cuestas. “Difícil”, piensa un rescatista, hay muchas niñas con bañadores rosa. Las horas pasan. La madre está enferma. El chico muerde su juguete. No habla. Tampoco ayuda. La playa empieza a limpiarse. La pequeña de rosa no aparece. La madre tiene náuseas, vomita. Le duele el vientre. Le arde la cabeza.
Han pasado veinte años y siempre vuelve al mismo lugar a preguntar: ¿Dónde está mi hija?


(©2020. Karina Miñano Peña)

Foto: Federico Giampieri/unsplash

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