
Sus ojos estaban vidriosos. Me di cuenta cuando me colocaba un letrero. De ellos brotaban lágrimas que se ensuciaban al resbalar por su rostro reseco. Colocó un pedazo de cartón en el suelo para que yo me parase allí. Me acariciaba con esas manos ahora ásperas y me colocó en el cuello la correa.
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