(publicado primero en el blog Liberemos las palabras)

Pude haber resistido y enfrentar las consecuencias si decidía quedarme. Mi ego estaba arriba, a pesar de cargar un constante puñete en el estómago. Trujillo no me caía bien. Nunca pude soportar a los mentirosos. La culpa de toda esa situación la tuvo el discurso de inauguración de la bienal de arte. JM estaba enfermo y me pidió que escribiera un borrador para Bolaños, en ese entonces, ministro de infraestructura.  

La bienal se inauguraba en la universidad más antigua del país, un lugar lleno de belleza colonial y arquitectónica. Después de años escribiendo sobre análisis políticos, resultaba un alivio redactar algo diferente. Cuando terminé de escribir envié el discurso por email a JM convencida de que le haría cambios antes de enviárselo a Bolaños, además de poner su firma. Eran las 7:30 pm, estaba a punto de irme cuando el teléfono sonó. Era Marisa, secretaria del ministro, que sin saludar preguntó por mi jefe. Le respondí que estaba enfermo, que trabajaba en casa y, sin decir nada, me colgó. La mal educada. Un par de minutos después escuché la voz de Bolaños, sus pasos pesados y la de sus guardaespaldas caminando por el pasillo. Su oficina estaba a pocos pasos de la nuestra. «JM, enfermo», vociferó el ministro parado en la puerta de mi oficina. No sabía si me estaba preguntando o afirmando. Era tarde, estaba cansada y su voz era un tornillo en mis oídos. Como el discurso estaba impreso sobre mi mesa, se lo pasé. Le echó un vistazo y se fue sin decir una sola palabra, mientras se rascaba la calva con esa mano regordeta y llena de sarpullido. Alcancé a decirle a uno de sus guardianes que JM tenía la versión final. La verdad, no confiaba en que se lo dijera al ministro. De camino a casa me saltó la duda. ¿Leería el discurso tal y como estaba, sin llamar a su jefe de comunicaciones? 

Regresé a casa atormentada por no haber redactado un discurso político, sino uno que abordaba la historia arraigada en las paredes de esa casona. Preveía la culpa que JM me cargaría por tremendo fracaso en un momento que el ministro necesitaba ganar popularidad. Conocía su voz de ira que pisaba a los demás. Esa noche el insomnio me asaltó, en tanto el ministro recibía elogios de intelectuales y arquitectos que apreciaban sus conocimientos sobre arte. Había logrado ganarse a ese grupo que hasta entonces miraba con desprecio a cualquier político que inaugurara un evento considerado exclusivo de cierta clase social. Al día siguiente, llegué a la oficina con los ojos en el piso, pensando en la cara arrugada de JM. Encontré una nota pegada a mi ordenador. Marisa, o más bien Bolaños, me ordenaba escribir su discurso para la presentación de un nuevo proyecto de vivienda en un asentamiento humano. Me exigía repetir su éxito. Lo redacté centrándome en la necesidad que esa gente tiene de seguridad y confianza en las autoridades. Hice su discurso sincero, sin cifras. Transformé a un hombre que solo sonríe frente a las cámaras, en uno humilde. Al costado de cada párrafo, había agregado notas: «reír, ponerse serio, pausar la voz, ponerse la mano en el pecho, tono de preocupación,…»; y logré que su popularidad se alzara incluso por encima del presidente Armado Trujillo. Esa fue mi condena.

¿Qué le interesa al pueblo todo lo que habían hecho, si no se beneficiaban con luz, agua, desagüe, trabajos dignos?

JM había pasado una gran parte de mis tareas a otro miembro del equipo para que yo pusiera dedicación a los discursos del ministro. Me decía «estamos en el mismo equipo, si él triunfa, todos triunfamos». Confieso que odiaba sus peroratas, pero me pagaban bien y me quedaba callada. El dinero del pueblo, claro está. Nunca comprendí por qué querían que yo siguiera escribiendo discursos que luego me exigían cambiar, ponerle más números o nombrar todos los logros hechos durante el gobierno. Populismo puro. ¿Qué le interesa al pueblo todo lo que habían hecho, si no se beneficiaban con luz, agua, desagüe, trabajos dignos? No, eso no les importaba. Después de varios discursos, el puñete convertido en piedra me hacía vomitar cada día. Mi nombre empezó a escucharse en Palacio. Cuando JM me dijo que Trujillo inauguraría la primera toma de agua de un pueblo joven, y que yo debía escribir su discurso, me dio diarrea. Sabía que los redactores del presidente estaban furiosos. JM me empujaba hacia una cueva con hienas hambrientas. Su voz se hizo humo mientras hablaba. Me llevaron al hospital. Al despertar, el jefe de comunicaciones de presidencia estaba junto a mi madre. Tenía un cuaderno, una lista con datos y un lápiz que me dejó en la mesita al costado de mi cama y se retiró deseándome pronta mejoría y un texto rápido. Como ya había decidido irme del país, escribí el mejor discurso de mi vida y no lo iba a cambiar así me detuvieran en el aeropuerto. Redacté pensando en la gente: recordarles que ningún político piensa en ellos, que hacer que la gente tenga trabajos y viviendas dignas es responsabilidad de los gobiernos y no un favor. Mis mejillas ardían, mi lengua percibió el sabor metálico de mis labios que soportaban el mordisco de mis dientes superiores, el lápiz se partió más de una vez, mi mano quedó entumecida al terminar. Según mi madre, mi cara tenía una expresión de asco, y lágrimas de azufre. 

Por supuesto que JM agregó: «ningún gobierno, excepto ellos». El gobierno de turno. No sé cómo, pero Trujillo exigió mi pase a su equipo. Yo había logrado lo que sus consejeros y redactores no pudieron. Bueno JM y yo, para ser sincera. A la semana siguiente, JM y su sonrisa gorda me anunciaba el cambio. Y yo anunciaba que me iba a Europa. 


Texto: @2024 Karina Miñano – Publicado primero en el blog Liberemos las palabras

Foto: Miguel Henriques/Unsplahs


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