
Debe ser que me estoy volviendo grande. Ya no tengo interés por unirme a las celebraciones por el Día del Rey en este país. Quedarme en casa tampoco es una opción ya que a poca distancia hay un complejo deportivo que en festejos oficiales se convierte en un bullicio de música, murmullos a gritos y alcohol. Mucho antes de la pandemia, cada 27 de abril, me gustaba salir a caminar por las calles de Ámsterdam. Ser parte de la algarabía, toparme con podios, escuchar música en vivo, detenerme a saborear un plato en los puestos de comida, ver gente disfrazada, sonrisas sin máscaras, juegos que desafían la resistencia, niños tocando algún instrumento, varios de ellos sin verdadero oído para la música, algo que no importaba durante ese día, pues el intento era lo que se premia y la cajita colocada en el piso terminaba repleta de euros; al final todos contentos en un día en el que hasta la basura parecía no molestar. Lo que más me gustaba era encontrar personas disfrazada de su cantante favorito cantándole a la gente que pasaba como en procesión. Mi lugar preferido era la callejuela llamada Zeedijk en el corazón de la ciudad.
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