Durante la semana pasada y en lo que va de esta la lluvia me ha obligado a ir en bus a mi trabajo. La misma línea de bus, la misma ruta y por lo tanto la misma parada. A pocos metros del edificio en donde trabajo yacía un conejito cruelmente asesinado. Tal vez fue un auto, o una moto, o un escúter (sí, la palabra existe) o una bicicleta, o tal vez fueron los cuervos que estaban posados a su alrededor, o tal vez fueron las ratas esquivas, silenciosas, nocturnas que viven debajo del suelo que pisamos. Sinceramente no creo que los cuervos y mucho menos que las ratas se hayan organizado para asesinar a ese pequeño conejito para su propio deleite. No lo sé, lo que sí sé es que su cuerpo estaba allí tirado en la vereda. Su pelaje lanudo, pardo plomizo, mojado por la lluvia lucía todavía fresco, tenía los ojos abiertos mirando a la nada. La gente que caminaba rápidamente bajo esa lluvia holandesa pasaba por su lado sin detenerse a recoger su cuerpo o para ponerlo al lado del césped. Nadie, ni siquiera yo que también camino rápido cuando llueve.
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