En uno de mis paseos por el bosque decidí atravesar la única área abierta, libre de árboles y con dos pequeños lagos a cada costado del camino. En ellos, los peludos jugetones, siempre con una sonrisa en la cara y con una energía inagotable, se zambullen en busca de las bolas de tenis que sus dueños tiran con un lanzapelotas.

Además, toda esa zona es un centro de socialización. Allí, una vez libres del apretón en el cuello, corren llenos de una potencia envidiable, no se cansan, hacen nuevos amigos de inmediato y acogen al recién llegado con alegría sincera y actitud positiva. Me detuve a observarlos para llenarme de ese halo de felicidad y, de pronto al mirar a sus humanos, pensé en lo diferente y suspicaces que somos. Ojalá pudiéramos confiar más en el uno y saludar al otro sin preocuparnos por encontrar y apuntar a las diferencias.

Y es que al atravesarla corro el riesgo de recibir lengüetazos colmados de entusiasmo…

Retomé mi camino y al mirar al suelo recordé que hace unos meses bauticé a ese tramo como la ruta de huellas de alegrías caninas. Me gusta ese título. Y es que al atravesarla corro el riesgo de recibir lengüetazos colmados de entusiasmo, mojarme con el agua salpicada luego de las sacudidas o de recibir de recuerdo huellitas de barro y hojas secas que luego se secarán sobre mi ropa. Todo puede suceder cuando se entra en un terreno en el que los protagonistas son nuestros peludos amigos. En ese lugar del bosque los orgullosos padres adoptivos se colocan a un lado de la via y a una distancia prudencial de los otros humanos, no sin antes saludarse con un movimiento insulso de cabeza. Luego sacan los móviles de sus bolsillos para navegar en el mundo virtual mientras sus compañeros de cuatro patas, una vez liberados de la opresión, corren a olerse, saltan, juegan y ladran, con esa algarabía que me produce ternura, y en cuestión de segundos volverse los mejores amigos, aunque solo sea durante una hora de libertad.


Texto y fotos: ©2023 Karina Miñano


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