Sentada frente a él, María buscaba la mirada de su marido. Roberto, en cambio, tenía los ojos fijos en el cielo despejado que la ventana de la cocina le permitía ver. A su lado, la pequeña Carmen intentaba unir las piezas de su rompecabezas favorito sin éxito. Desde allí, los tres podían escuchar el chorro de agua. Sabían que Carlos se lavaba las manos en ese momento.

Luego de cinco minutos María se puso de pie y dio unos cuantos pasos alrededor con el ceño fruncido y los labios apretados. Roberto colocó los codos en la mesa, cruzó las manos a la altura de su nariz y con los pulgares movía de arriba a abajo sus gafas negras. En el silencio de la casa solo se podían escuchar las zancadas de María y la corriente de agua que venía del baño. Diez minutos más tarde, el agua dejó de correr y oyeron los pasos de Carlos hacia su habitación. María suspiró aliviada y apretó más los labios. Roberto intentó decir algo, pero solo pudo abrir y cerrar de inmediato la boca. Carmen ya había colocado las primeras piezas del rompecabezas en el lugar correcto y esbozaba una sonrisa abierta y despreocupada.

—Niña, ve a jugar a tu alcoba.

 —¿Por qué? —reclamó.

 —Porque tu papá y yo tenemos que hablar con Carlos —replicó la madre limpiándose el sudor de las manos en su delantal.

—Pero yo me quiero quedar aquí —respondió mirando a su padre en busca de apoyo.

María puso una mano sobre el brazo de Roberto, también buscaba el soporte de su marido. Desganado, se volvió a mirar a su hija. 

—Haz lo que te dice —expresó sin autoridad.

La niña empezó a hacer pucheros y amenazaba con llorar.

—Pero…si los muevo ya no sabré como colocarlos nuevo —protestó decepcionada y llorosa.

—Haz lo que quieras, pero ¡vete! —. Alzó la voz María al estrujar el delantal.

Carmen hizo un puchero más grande y empezó a llorar a pesar de sus esfuerzos por controlarse. Cogió su tablero con las piezas colocadas y con mucho cuidado salió de la cocina diciendo que ya volvía por lo demás. Cuando la pequeña se fue, Roberto miró a su mujer. María no dejaba de limpiar sus dedos con el mandil, caminaba de un lado al otro con el rostro de piedra, las cejas fruncidas, la boca casi imperceptible y las venas de su cuello más gruesas que de costumbre. 

—¿Podrás controlarte? —interrogó Roberto y se fijó de nuevo en la ventana frente a él— a Carlos no le vas a hablar de la misma forma que le hablas a Carmen.

—¿Cómo quieres que me sienta? estoy nerviosa, además a Carlos…yo, yo…nunca le…

—No, claro que no…solo a Carmen le hablas de mala gana —la interrumpió su marido.

—Voy a llamarlo. 

En el pasillo se cruzó con la niña que regresaba, cabizbaja y con los ojos rojos, a por las demás piezas de su rompecabezas. La mujer ni siquiera la vio. Cuando llegó a la habitación de su hijo se detuvo al lado de la entrada. Aspiró con profundidad en su intención de calmarse, respiró tres veces y llamó a la puerta con pequeños golpes.

—Carlos, ¿puedo pasar?

No hubo respuesta. Entonces, María abrió con cuidado. Lo vio sentado en su buró, sacaba punta a un lápiz. El cuarto de Carlos estaba siempre limpio, tal vez demasiado limpio. Se podía notar una simetría perfecta en cada uno de los objetos y en la forma en que estaban dispuestos. María nunca limpiaba allí.

—Carlos, ¿quieres venir a la cocina? tu padre y yo tenemos que conversar contigo—. Su voz era calmada y amigable.

—En, en, en.…en este momento estoy muy ocupado —argumentó al mismo tiempo que colocaba su lápiz azul marino recién tajado entre el índigo y el celeste.

María suspiró.

—¿En cuánto tiempo puedes venir? —insistió su madre.

Carlos colocó la punta del lápiz color verde oliva en su afilador y miró a todos sus lápices que estaban ordenados por tonos de color sobre el escritorio. 

—Me, me, me…me falta sacar punta a los naranjas, los marrones y los violetas, y…y…y…tengo que lavar mis manos—. Se angustió.

María se acercó e intentó colocar su mano sobre el hombro del chico, pero como otras veces hizo un puño en el aire para contenerse. 

—Me parece que todos tienen punta —miró de reojo a su hijo— si los continúas tajando, muy pronto algunos serán más pequeños que otros—. Quiso iniciar una conversación.

—No, no, no… no es así, no los has mirado bien —contradijo sin mirarla— todos deben tener el mismo tamaño, por…por…por…eso tengo que tajar los que he usado ayer.

María observó de nuevo y se dio cuenta de que los lápices naranjas, marrones, violetas y algunos verdes eran más pequeños que los otros. Dio un paso atrás y observó la nuca de su hijo, resignada y más nerviosa que cuando entró.

—¿Podrías, por favor, venir por cinco minutos solamente? —rogó María desde la puerta—. Nunca te he pedido que dejes de hacer tus cosas, pero esta vez es urgente, por favor —suavizó aún más la voz.

Carlos parecía no saber qué hacer. Contempló sus carboncillos y colocó el lápiz verde oliva entre el color hoja y el azulado. Y se quedó inmóvil por unos segundos hasta que decidió separar los naranjas, los marrones y los violetas que necesitaban tajarse y colocó el sacapuntas al lado de ellos, de forma perpendicular, en su conjunto formaban un cuadrado perfecto. Todavía indeciso se puso de pie.

—Vamos. —María le dio pase para que saliera del cuarto primero.

Carlos caminó delante de su madre, arrastraba los pies, lo hacía cada vez que no estaba de acuerdo con algo. Cuando llegaron, Roberto todavía jugueteaba con sus gafas negras.

—Siéntate—. Pidió María, en tanto ella se sentaba al lado de su marido.

Carlos miró de reojo su asiento, el que usaba todos los días para comer, vio que la mesa estaba limpia y dudó si debía sentarse allí, pues solo lo hacía durante las comidas.

—Siéntate —insistió su madre. 

Carlos arrastró la silla y se sentó al borde. Puso las manos entre las piernas y la vista en ellas.

—¿Hice…hice…hice…hice algo malo? —. Se animó a preguntar.

 —No hijo, no has hecho nada malo —rebatió de inmediato María—. ¿Roberto? —Buscó ayuda.

Desganado, el padre bajó los brazos de la mesa, se miró las uñas de los dedos y después se giró hacia su mujer.

—Prepárame un café, ¿quieres tomar algo Carlos? —Intentó sonar casual.

El joven negó con la cabeza. María se levantó y le hizo una mueca a su marido para que empezara hablar. Roberto parecía no saber por dónde comenzar.  

—¿Carlos, has escuchado las noticias? —preguntó tras un breve silencio.

El chico afirmó.

—¿Sabes lo que eso significa? 

María colocó la taza de café hirviendo en la mesa.

Carlos asintió.

—Tu madre se ha quedado sin trabajo y durante los próximos dos meses ella se quedará en casa contigo y con Carmen. Carmen y tú se quedarán en casa también. No hay escuela.

—Sí, sí, sí…sí hay escuela —se apremió Carlos— po, po, po…podemos asistir a las clases virtuales. 

María y Roberto cruzaron miradas. Una opresión en el pecho agudizó la voz del padre.

—Sabes que yo estoy sin empleo desde hace tiempo…

—Pe, pe, pe…pe…ro todos los días vas a trabajar —interrumpió Carlos.

—La verdad es que todos los días salgo a vender chucherías en la calle. Ahora, ya no puedo salir. —Roberto reveló un aire de derrota en sus palabras—. Hace un mes que no tenemos internet. No te has dado cuenta porque no lo usas y casi todo el día estás en la escuela.

—Sí, sí, sí…sí porque allí tengo mu…mu…mu…cho trabajo con las pinturas y, y, y, y los lápices y, y, y tengo más jabón pa…pa…pa…ra lavar mis…mis…manos y, y, y…y….y puedo usar alcohol y tengo un…un…un…una alcoba para mí.

María, que parecía contener la respiración, se acercó a su hijo. Buscaba su mirada, sabía que cuando Carlos estaba nervioso, además de tartamudear más, la miraba por unos segundos, directo a sus ojos. Sin embargo, el muchacho, que había empezado a mover su cuerpo de adelante hacia atrás, seguía con la vista fija en sus piernas.

—Carlos, no tenemos internet porque tuvimos un problema y no pudimos pagar las dos últimas mensualidades —confirmó su madre.

—Por lo tanto, no puedes asistir a las clases virtuales —confesó su padre.

—Puedes dibujar y pintar cosas lindas, pero tendrás que hacerlo en tu pieza o en otro lugar de la casa. Tú me dices dónde y yo arreglo todo para ti —dijo casi suplicando María.

Roberto bebió el último sorbo de café y le pasó la taza vacía a María. Ella se levantó y la colocó en el fregadero. Miró a Roberto y con el mentón le animó a que continuara.

—No vamos a morir de hambre. No te preocupes por eso. Pero tenemos que economizar en algunas cosas como…el jabón, el papel higiénico, los desinfectantes, guantes y toallas húmedas.

El rostro de Carlos no reflejaba ni asombro, ni miedo, ni nada.

—¿Entiendes lo que sucede? —consultó con timidez María.

Carlos empezó a respirar con fuerza y muy rápido.

Roberto creyó que le estaba dando otro ataque, se levantó de su sitio y corrió al lado de Carlos. María abrió el grifo casi de forma instintiva y dejó que el agua corriera.

—Tienes que escucharme —ordenó Roberto con firmeza e hizo un ademán para tocarlo.

—¡No lo toques!, será peor —le alertó su mujer.

—Esta situación no es para siempre. Tenemos un virus allí afuera y debemos tomar medidas dentro de casa. Necesitamos el alcohol para desinfectar los zapatos, la ropa que usamos cuando salimos, los guantes para ir de compras. —Roberto hablaba sin parar—.  Hijo, el jabón tiene que durar más de un día. Nos ayudaría mucho si lavaras tus manos por menos tiempo y menos veces. El recibo del agua…bueno…es muy alto…

—¿Comprendes mi amor? —insistió su madre con los puños sobre el mandil.

—Fu…fu…e un regalo de mi pa…pa…padrino. 

Carlos había dejado de mover su cuerpo, observaba el chorro de agua y parecía más calmado.

—Lo sabemos, pero en esta situación…tu padre y yo pensamos que no te importaría compartir tus regalos con nosotros, ¿verdad, mi amor? —suplicó María. 

Roberto, parado al lado de su hijo calculaba los metros cúbicos que se iban por la cañería.

— Yo…yo…los necesito para limpiar mi dormitorio y lavar mis manos.

—Sí claro y los vas a usar.

—¿Puedo ir a mi pieza? —rogó el muchacho y sin esperar respuesta se levantó y salió de la cocina. Roberto se apuró a cerrar el grifo.

Carmen había escuchado toda la conversación desde el pasillo y a cierta distancia para que María no la viera. Carlos tampoco se dio cuenta de su presencia y pasó por su lado arrastrando los pies y sin detenerse.

—Tal vez podamos acomodar la habitación de Carmen para que Carlos haga sus trabajos allí, es grande y…

—Él ya ocupa el cuarto más grande de la casa. 

—Es un artista, necesita más espacio —replicó María.

—¿Y dónde dormirá Carmen? No puede dormir con los olores de pintura…

María hizo una pausa larga en la que se sacó el delantal, lo puso sobre la mesa y se sentó en la silla frente a su marido.

—Pienso que deberías llevarla con su madre. —Roberto alzó las cejas, incrédulo—. Creo que es tiempo de que esa se ocupe de su hija. No podemos mantenerla.

—Es mi hija —reprochó.

—¿Y crees que no lo sé? —fijó la vista helada en él— ella me recuerda tu traición con esa…

—¡Cállate! Ya habíamos pasado página. 

—Tenemos que ahorrar lo más que podamos. Ella es un gasto…

—Nos la apañaremos. Tenemos un bono mensual y además…

—No, no, Roberto. No podemos privar a Carlos de sus jabones, no soportaré otro ataque. ¿Es que no lo entiendes? —María empezó a rascarse los brazos y a mover su pierna derecha.

Entre tanto, Carmen corrió a su habitación y se metió debajo de su cama. Estaba asustada, no sabía que tenía otra mamá. No quería dejar su casa, ni a su padre, ni a su hermano. Tampoco a María, a quien llamaba mamá y quería mucho, a pesar de que nunca le daba cariño. Después de varios minutos escuchó murmullos y supuso que sus padres estaban discutiendo, todavía. Sigilosa salió de su escondite con la bolsa blanca que guardaba allí, se aseguró de que no hubiera nadie en el pasillo y a toda prisa caminó hacía la alcoba de Carlos. Cuando entró, su hermano sacaba punta a un lápiz marrón. 

—¿Carlos? —llamó la pequeña desde la entrada, con una mano en el picaporte.

—¡Carlos! —insistió y dio dos pasos hacia adelante.

Carmen cerró la puerta detrás de ella. 

—¿Qué haces? —Se acercó—. Pero ¡qué bonitos! ¿Me dejarás jugar con ellos? 

No le respondió. La pequeña, sonriente, veía la gama de colores de esos lápices. Los azules, los violetas y los rosados eran sus preferidos.

—¿Sabías que tengo otra mamá? —dijo Carmen de pronto— yo no lo sabía.

Su hermano colocó el lápiz marrón junto a los demás. Se quedó allí, sin decir nada. En ese momento, Carmen puso su mano en el cuello del muchacho y empezó a jalarle el pelo con sutileza, tal como lo hacía cada vez que estaban solos. Él cerró los ojos, bajó los hombros, respiró hondo.

—Toma. —Extendió la mano con la bolsa que llevaba y como no le respondió, colocó el paquete sobre el regazo de su hermano. 

—¿Qué es? —inquirió Carlos, con esa voz pausada que solo usa cuando está a solas con su hermana.

—Es tu regalo de cumpleaños —contestó la pequeña sin dejar de tirar del cabello del muchacho.

—No es mi cumpleaños.

—Ya lo sé. Pero si me voy a vivir con mi otra mamá no podré darte tu regalo.

Carlos abrió una gaveta de su escritorio, sacó un par de guantes de látex, se los puso y desanudó la bolsa ante la orgullosa Carmen. 

—Son…

—¡Jabones! 

La niña tenía la sonrisa pintada en la cara.

—Están usados… ¡Auch! —se quejó cuando su hermana jaló de su cabello con fuerza.

—Disculpa. —Y tiró mucho más suave—. Los he desinfectado con el alcohol antes de ponerlos en la bolsa. Los he cogido de la escuela. Sé que los necesitas. ¿Te gustan? 

Entonces Carlos cogió los trozos de jabón y sonrió, con Carmen abrazada a su cuello.


Autora: Karina Miñano Peña

(©2021 Karina Miñano Peña)

Foto principal: Nadia Clabassi

Foto 2: Kristine Wook

Foto 3: Sincerely Media/unsplash


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