(publicado primero en el blog Liberemos las palabras)

Se detiene en seco en la puerta de la tienda y aparenta interesarse por las chucherías que están dentro de cajas de colores, dispuestas a detener al transeúnte e invitarle a adquirir alguna baratija a precios increíbles. Ha tomado entre sus manos una esponja de baño para ocultar su nerviosismo. De reojo mira a la persona que camina en su dirección y confirma que es él. Sin darse cuenta aprieta sus dientes y su rostro se contrae. El dolor pronto aparecerá y tendrá que relajar la mandíbula tal y como se lo ha recomendado el terapista, si no tendrá dolor de cabeza, otra vez. Y no, no puede ocultar su repentina inquietud.

Vuelve a mirar con disimulo y lo ve entretenido, mirando también las chucherías de un bazar a unos cuantos metros de ella. Se pregunta si la habrá visto. No se mueve de donde está, tampoco quiere salir huyendo, aunque ya lo ha pensado. Aún recuerda todo con la exactitud de ayer, a pesar de haber comprimido los últimos diez años, en un archivo mental y colocado en la bandeja de los recuerdos para olvidar. Se molesta consigo al percibir de nuevo ese puñete del vacío y del dolor. En todo ese tiempo ha madurado, ha crecido, es más sabia, se dice. Sin embargo, en ese instante ha regresado a su juventud, su inmadurez. A lo lejos, sirenas de ambulancias suenan apuradas y parecen venir en su ayuda. Él ha mirado hacia atrás, ella podría escapar ahora. Mas no puede. Hace un par de años que no piensa en él ni recuerda todo lo que vivieron juntos: las promesas, los besos, las caricias. Quiere cruzar a la calle de enfrente donde hay más negocios, escabullirse entre la gente, desaparecer. Tiene la piel de los brazos erizada por el frío interior de su cuerpo, en tanto nota que una mujer con un abanico se acerca despacio y sonriente hacia donde ella está. De pronto, recuerda la última noche, la hinchazón de los ojos al día siguiente y el coraje que juntó para ir a cortarse el cabello e intentar ser otra frente al espejo. Él se acerca, acaba de cruzar una mirada con la suya, al menos así lo cree. ¿La ha reconocido? Él sonríe, ella cree ser presa del pánico. Mira a todos lados en busca de ayuda. Siente la espada puntiaguda mientras ella se constriñe contra una pared invisible. Piensa entonces que no tiene salida. Duda entre correr y saludarlo como si no le hubiese dolido. El frío en los brazos crece, las mandíbulas no soportan más, los dientes empiezan a dolerle, la esponja se ha encogido entre sus manos. La espalda le punza, su vejiga se ha inflado, siente que se orina. Respira a tropezones, no se puede aguantar, se va a orinar, se dice, y de nuevo respira para calmarse. Tendrá que enfrentarlo. Tal vez él recuerda sus suplicas y sus amenazas de suicidio si la dejaba, o los mensajes de texto y los larguísimos emails de su congoja y desesperación. Todos ignorados. Creyó que estaba lista para verle de nuevo y recordarlo sin pena. Él se acerca cada vez más. Sonríe. Ella no puede siquiera esbozar una mueca, sus labios están bien cerrados. Ya está casi a su lado, ella mira hacia el interior de la tienda y espera a que sea él quien la salude primero. Va a fingir que no lo reconoce. Sí, eso hará. No escucha nada. Con seguridad la está mirando; su bajo abdomen está caliente otra vez, se orina, ahora sí se va a orinar. Contrae el vientre y lo suelta, recurre con avidez a los ejercicios para evitar la incontinencia, la que empezó al día siguiente de su último encuentro. Y entonces escucha una voz que dice “hola preciosa”. Sí, es su voz. La reconoce en el acto, es el mismo tono suave que la seducía con poesía al oído. Le ha dicho “preciosa”, como en aquellas noches de pasión y desenfado. Ella sonríe, pero está firme, debe fingir que no lo reconoce. Se pone seria, distante, suaviza la mirada, suspira, cierra los ojos, los abre y se gira. Él está besando a la mujer del abanico.


©2021 Karina Miñano

Foto: Tommy van Kessel


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