Hojas secas caían sin parar. Los árboles se mostraban ya desnudos. Las ramas se tambaleaban al compás del viento. Los asistentes se apretaron los abrigos y uno a uno se le acercó parar decirle que lo sentía. Pero él no escuchaba ninguna palabra, tampoco se percató de las manos compasivas sobre sus hombros. Mantenía la miraba fija en la pelota que llevaba entre sus manos. Cuando por fin se quedó solo rompió a llorar como un niño recién nacido.

—Perdón, perdón, perdónenme —balbuceaba—. Daría todo por volver atrás y ser yo el…que ….

No pudo terminar la frase, se tropezaba con las palabras. El dolor le pesaba tanto que lo empujó hasta el suelo, arrodillado se abrazó a la pelota. Intentó decir algo más, a pesar de su pecho agitado. Entonces, guardó silencio, cerró los ojos y dejó que su respiración se tranquilizara. El viento volvió a soplar, esta vez con más fuerza, tanto que se podía escuchar el crujir de las hojas al desprenderse de los árboles.

Abajo, en la fría oscuridad ella lloraba al escuchar sus palabras, veía hacia arriba, hacia él, impotente por no poder consolarlo. Al notar su sufrimiento, otra mujer, una muy vieja, vestida de traje con falda y un sombrero de pluma, antigua habitante del lugar y arrugada por todos lados se le acercó y le dijo:

—No te preocupes. El dolor pasará para ti, para él allá arriba y también para él —. Señaló al pequeño que confundido miraba a su madre llorar.
—¿Por qué no puedo ir a su lado? — preguntó de pronto la joven mujer.
—Porque no has cumplido una semana todavía — respondió la anciana.
—¡Mira mamá, papá ha dejado mi pelota! pero… ¿por qué no puedo alcanzarla? – inquirió el pequeño con los ojos llorosos y fijos en el balón.

La madre se echó a llorar otra vez. La vieja se volvió hacia otro de los habitantes que estaba observando la escena, le dijo algo en el oído que ni la madre ni el niño pudieron escuchar. El hombre, también vestido de traje azul, y tan viejo como su acompañante desapareció por apenas unos segundos y al regresar tenía entre sus manos una pelota roja. El chico al verlo se alegró mucho y estiró sus manitas para que se la diera. Cuando por fin la tuvo entre sus manos la hizo rebotar y con una sonrisa infantil les contó a los ancianos que su padre se la regaló por Navidad. La mujer de traje se volvió a la madre, que vestía de negro y arrodillada lloraba sin importarle nada más que su propio sufrimiento, con su dedo índice le levantó el rostro martirizado por las lágrimas y le rezongó:

—Tu niño necesita atención. No puedes hacer nada por tu marido, por ahora.
La joven madre se levantó con pesadez, miró a su hijo y lo abrazó casi por una eternidad.

Se despertó asustado, como casi todas las noches, en sus sueños el accidente se repetía de forma constante. El tractor, el golpe, el grito. Los rostros ensangrentados de su mujer y de su hijo. La culpa lo embargó otra vez y lloró con amargura. Cuando ya no hubo lágrimas arrastró su tristeza hacía la ducha, se dio un baño y decidió que no se torturaría más. Iría por última vez al lugar donde su mujer y su hijo vivían desde aquel día y les diría para siempre, adiós.

A lo lejos, en el centro de la ciudad la música suena a todo pulmón. Un joven baila en el centro de la pista, rodeado de amigos y vasos de cerveza en el aire. Mira la hora, debe irse, al día siguiente trabaja en el turno de mañana y tiene que levantarse temprano. Sale de la disco, y busca la ruta más rápida en su móvil. No le gusta pasar por allí, pero no tiene otra opción. En eso una gota de agua cae en su mano, la lluvia ha empezado. Guarda el móvil en su bolsillo, se sube a su bicicleta y pedalea a toda prisa. La lobreguez del solitario lugar le incomoda. En ese mismo momento, al otro lado de la ciudad, una familia rodea a una pequeña en la cama de un hospital. La niña sostiene una muñeca de trapo entre las manos y dice:

—Papá, ya no me duele—. Y cierra los ojos mientras lanza un suspiro.

El niño añora jugar con su padre, pero él ya no está y su madre llora todas las noches. Sin hacer ruido coge la pelota roja que su papá le dejó antes de marcharse. El pequeño sabe que no debe salir de los límites del campo, aunque tenga muchas ganas de jugar por esos lados. En el lugar donde vive con su madre, no hay otros niños y los ancianos están demasiado ocupados entre ellos para prestarle atención. Sin darse cuenta ha llegado al portal, se detiene para ver la calle vacía, mojada y negra. Se aleja apenas unos centímetros y hace rebotar la pelota contra el piso y luego contra la pared de enfrente. Se escucha el trac de una bicicleta destartalada que alguien pedalea a gran velocidad. Trac, trac la bicicleta se acerca. Pum, pum la pelota rebota. “Tal vez sea alguien con quien jugar”, piensa el pequeño. Trac, trac está muy cerca. Cuando aparece por la esquina el niño tira la bola, el conductor cae de bruces en su intento por esquivarla. Aturdido, pregunta en voz alta “¿de donde salió esa pelota?” Mira a todos lados, no ve a nadie, solo tinieblas, tampoco al niño que espera impaciente por el balón.
El hombre se sube a su bici y se aleja a toda prisa, la lluvia cae con más intensidad. El chico decepcionado coge su juguete. Su madre lo mira molesta desde el portal. Con el rostro muy triste su hijo se disculpa, solo quería jugar con alguien. Entonces, la mujer sonríe y le indica con la cabeza que vea hacia atrás. Una niña con una muñeca de trapo entre sus manos, confusa y asustada está a punto de ingresar a su nuevo hogar.


Texto: ©2022 Karina Miñano

Foto: Stock adobe


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